martes, 28 de agosto de 2012

"En ruinas, como Roma."

Te pusiste al borde del precipicio con un peta en la mano y en la otra una birra, y levantaste una pierna solo para demostrar que podías mantener el equilibrio y diste un buen trago ¿recuerdas? mientras el humo aun salía de tu boca. ¿No era eso lo que querías cuando hablabas del abismo? 
Nunca he sabido qué hacer con mi vida, aunque a veces lo tenga tan claro. Ni puta idea. Di un paso en firme hacia algo que podía crecer como un futuro domesticado en el que creer, en el que poder confiar. Me dejé en él las cuentas atrás de tantas meteduras de pata, lo acaricié como un órdago de cartas imposibles, como al cascabel de una serpiente en hipnosis, lo regué con lo único que tenía: sangre, sudor, lágrimas. 
Lo hice mío porque sentí cómo me daba patadas en el estómago, porque en su breve porción de felicidad no había un vómito que lo predestinara, porque era algo tan precioso que no debería ocurrirme a mí y aun así, pese a todo, me olvidé de los nubarrones y de las viejas cuentas, del jolgorio de chisteras que perdían el amor a gritos, de que en los periódicos las esquelas seguían siendo portada. 
Lo besé como me juré que nunca haría: firmando cláusula de daños. Aceptando obligatoriedad de valentía en el contrato. Diciendo: esta responsabilidad es mía y la acepto. Traté de que en el jardín siempre hubiera vida aunque fuese silvestre, de que la gasolina llegara a todos los puertos de montaña que queríamos subir. Que nunca nos faltara poesía. Olvidé que las malas hierbas no mueren pero también se fuman, y me concentré en mi pequeño futuro de ortigas y enredaderas bebiendo del dulce rocío del sudor desnudo en tu palacio de ventanas abiertas. 
Más sencillo: me dijeron ¿quieres ser feliz? Y dije que sí abriendo la mano. Entre picos de distancia y palos de silencio empecé a no distinguir la seda de los gusanos de las telas de araña, a confundir almohadas y regazos. 
No sé cuándo, pero me puse a cavar un agujero. Primero dije: esta será mi tumba. Luego: está será la de los dos. Después metí a nuestros hijos. A familias enteras. Colegios. Ciudades. Cualquier excusa es buena si solo quieres seguir cavando. Si solo quieres mancharte las manos de mierda y removerla hasta que el (d)olor (d)uela a cadáver. Para los petroleros del corazón no existe el concepto de tocar fondo. Es como la fiebre del oro: brilla más enterrada en su codicia que bajo la luz del sol. 
Y yo he llegado pronto a la última cena y parece que se me hace tarde, ni siquiera va a amanecer, contaba con ello, es posible que ya nunca más lo haga, de ahí las ojeras, la cafeína, mi insana adicción a la noche.
Los ojos, ¿Te fijaste en mis ojos el día que recobré mi antigua mirada? La triste, quiero decir. Yo no. Sabes que nunca me fijo en esas cosas. Que aunque puedo acertar literalmente la siguiente frase nunca atino con el final de las películas. Que soy malísimo en ciertos detalles. 
Que me puse al borde del precipicio con un peta en la mano y una birra en la otra. Cantando “la última vez que me suicidé ni Madrid era una fiesta ni tú llorabas”, sin saber hacia dónde tirar o tirarme, perdido e indefenso como un animal salvaje que enseña los dientes mientras el miedo se caga sobre él. 
Con el lodo al cuello, haciendo malabares de vidrios vacíos, saltando a la pata coja, sin saber del todo si me hiela el calor o me quema el frío, doy un buen trago y el humo sale desde muy dentro (como el dolor cuando se vomita, como los besos) por mi boca.

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