jueves, 30 de agosto de 2012

Vámonos.

Ella era tímida. Sabía lo que quería y cómo conseguirlo. Sabía quererme. Poema XV de Neruda en sus ojos. 
Callaba en primavera y sonreía en las demás estaciones. Quería perder el tren. 




Quería perderse. 




Desconocida. Para todos menos para mí. Sabía todo de ella. Menos quererla. Miraba la Luna cuando yo miraba el Sol. Me daba la mano cuando yo quería besarla y me besaba cuando yo quería mirarla. Se tocaba el pelo cuando mentía, no para pedir un beso. Se mordía el labio para decir "te quiero". Apretaba la pasta de diente por el medio. Imperfecta. Parpadeaba levemente desincronizado. Me soltaba el humo en la cara. Corría tras de ella y reía. Me abrazaba y sabía qué susurrarme. Yo nunca sabía decir eso que supuestamente hay que decir en un momento preciso. No deshojaba margaritas, deshojaba tréboles de tres hojas empezando por el "sí". Siempre la quería y así fue. Yo ahora hago lo mismo empezando por el "me ha olvidado". Así será. Irónica. Ponía música a todas las cartas que le mandaba y las cantaba. 


Cuidaba mis heridas y descuidaba su vida. 



Bebíamos noche sí y noche también. Nos olvidábamos por la noche. Follábamos como extraños. Nos recordábamos cuando despertábamos al lado por el día. Nos perdíamos y nos ganábamos. No sabíamos nada y lo sabíamos todo. Estábamos locos, nos queríamos.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Y esa noche nos follamos, en vez de hacer el amor.


Te abracé, como si abrazase mi última gota de esperanza. Fuerte. Te estreché entre mis brazos mientras tú te estremecías y hacías que se erizase mi piel mientras respirabas cerca de mi oreja.
"Te he echado de menos, amor." Fueron tus primeras palabras al verme.
Y el "te quiero" que escupieron mis labios nos pilló desprevenidos.
Te apartaste, me mirabas. Esos ojos marrones que tanto habían llorado se clavaron en los míos. En mis ojeras y mis pupilas rotas.
Cinco centímetros. Cinco, o incluso menos.



Es lo que separaba nuestros labios.




Tú y tu olor a perfume caro. Yo y mi olor a vodka barato.
Tú tan. Y yo tan.

Ay.

Olvidaste mis ojos y te concentraste en mis labios, esos que tanto (te) habían sangrado.

Y entonces huíste, dejaste ver que me necesitabas. Que me necesitas. Que tus labios nunca dejaron de pensar(me), de extrañar cada centímetro del cuerpo que tantas veces dibujaste con tus dedos.

Y tus ruinas volvieron, para romper esas barreras -que en realidad nunca te importaron- junto con mis latidos y mi ropa interior.








Eres tú.

Dicen que a través de las palabras, el dolor se hace más tangible. Que podemos mirarlo como a una criatura oscura. Tanto más ajena a nosotros cuanto más cerca la sentimos. Si uno de estos pequeños granitos enferma, el resto del organismo enferma también. Pero yo siempre he creído que el dolor que no encuentra palabras para ser expresado es el más cruel, el más hondo.
Es el mío.
 No me decidía entre llorar o reír; entonces hice ambas.
Y los minutos fueron avanzando hasta quedarme apaciguada.
Ya no sabía lo que era la realidad, y me costaba entender la distancia.
¡Qué concepto tan absurdo!
La lejanía entre dos objetos, el intervalo de tiempo que transcurre entre dos sucesos.
El espacio físico entre tú y yo: incalculable.El tiempo desde la última vez que acaricié tus ojos: eterno.
Y entonces callé,
porque entendí aquello que en realidad nunca quise saber.
Comprendí que.

martes, 28 de agosto de 2012

Y abrigo largo, para tapar esos errores.


Ponte los tacones más altos que encuentres. Si, venga, que se vean bien esos fracasos.
Que se distinga cada lágrima, cada roto y descosido en tu alma, cada llanto.
Ponte minifalda, que se vean bien tus largas piernas, esas por las que tantos hombres viajaron y se perdieron. Donde tantos otros hicieron auto-stop y los que dejaste, se bajaron en las curvas más peligrosas.
Habla de tu (no) vida con ese tono de voz tan sexy del que tantos se deleitaron oyendo tus (falsos) gemidos.
Míralos a todos, deslúmbrales con esos ojos rojos, invéntate excusas para tus ojeras marcadas, tus pupilas rotas y la vida que se esconde tras ellos.
Venga sigue. Sonríe.
Ensancha esos labios que tantos probaron, esa droga que a tantos enganchó.
Y miente al mundo haciendo creer que es verdadera.
y diles que estás bien, que todo te va de maravilla, y miente. Miéntete.
Que cada minuto que pasa (no) sientes esos puñales entre tus costillas.

"En ruinas, como Roma."

Te pusiste al borde del precipicio con un peta en la mano y en la otra una birra, y levantaste una pierna solo para demostrar que podías mantener el equilibrio y diste un buen trago ¿recuerdas? mientras el humo aun salía de tu boca. ¿No era eso lo que querías cuando hablabas del abismo? 
Nunca he sabido qué hacer con mi vida, aunque a veces lo tenga tan claro. Ni puta idea. Di un paso en firme hacia algo que podía crecer como un futuro domesticado en el que creer, en el que poder confiar. Me dejé en él las cuentas atrás de tantas meteduras de pata, lo acaricié como un órdago de cartas imposibles, como al cascabel de una serpiente en hipnosis, lo regué con lo único que tenía: sangre, sudor, lágrimas. 
Lo hice mío porque sentí cómo me daba patadas en el estómago, porque en su breve porción de felicidad no había un vómito que lo predestinara, porque era algo tan precioso que no debería ocurrirme a mí y aun así, pese a todo, me olvidé de los nubarrones y de las viejas cuentas, del jolgorio de chisteras que perdían el amor a gritos, de que en los periódicos las esquelas seguían siendo portada. 
Lo besé como me juré que nunca haría: firmando cláusula de daños. Aceptando obligatoriedad de valentía en el contrato. Diciendo: esta responsabilidad es mía y la acepto. Traté de que en el jardín siempre hubiera vida aunque fuese silvestre, de que la gasolina llegara a todos los puertos de montaña que queríamos subir. Que nunca nos faltara poesía. Olvidé que las malas hierbas no mueren pero también se fuman, y me concentré en mi pequeño futuro de ortigas y enredaderas bebiendo del dulce rocío del sudor desnudo en tu palacio de ventanas abiertas. 
Más sencillo: me dijeron ¿quieres ser feliz? Y dije que sí abriendo la mano. Entre picos de distancia y palos de silencio empecé a no distinguir la seda de los gusanos de las telas de araña, a confundir almohadas y regazos. 
No sé cuándo, pero me puse a cavar un agujero. Primero dije: esta será mi tumba. Luego: está será la de los dos. Después metí a nuestros hijos. A familias enteras. Colegios. Ciudades. Cualquier excusa es buena si solo quieres seguir cavando. Si solo quieres mancharte las manos de mierda y removerla hasta que el (d)olor (d)uela a cadáver. Para los petroleros del corazón no existe el concepto de tocar fondo. Es como la fiebre del oro: brilla más enterrada en su codicia que bajo la luz del sol. 
Y yo he llegado pronto a la última cena y parece que se me hace tarde, ni siquiera va a amanecer, contaba con ello, es posible que ya nunca más lo haga, de ahí las ojeras, la cafeína, mi insana adicción a la noche.
Los ojos, ¿Te fijaste en mis ojos el día que recobré mi antigua mirada? La triste, quiero decir. Yo no. Sabes que nunca me fijo en esas cosas. Que aunque puedo acertar literalmente la siguiente frase nunca atino con el final de las películas. Que soy malísimo en ciertos detalles. 
Que me puse al borde del precipicio con un peta en la mano y una birra en la otra. Cantando “la última vez que me suicidé ni Madrid era una fiesta ni tú llorabas”, sin saber hacia dónde tirar o tirarme, perdido e indefenso como un animal salvaje que enseña los dientes mientras el miedo se caga sobre él. 
Con el lodo al cuello, haciendo malabares de vidrios vacíos, saltando a la pata coja, sin saber del todo si me hiela el calor o me quema el frío, doy un buen trago y el humo sale desde muy dentro (como el dolor cuando se vomita, como los besos) por mi boca.

Y me sabe a poco.

Duele. Araña. Muerde. Golpea, una y otra vez. Hace daño al alma. Ataca al corazón. Remueve el pasado, entran en combate los recuerdos. Cada trago a esta botella como escudo. Cada cigarro como escondite. Cada sonrisa como camuflaje. Cada latido como una bomba. Cada palabra como un disparo. Cada mirada como humo. Cada roce como herida. Cada pensamiento como el alcohol que escuece. Cada lágrima como lluvia que sacia la sequía. Cada sonrisa tuya, como un tanque que entra en juego. Cada negación, como un ejército cada vez más pequeño. Pero cada frase de esperanza, es para mí, como una batalla ganada.